Se dice que cuando un
pianista abandona a su piano, como quien abandona a un compañero de viaje;
lenta, desgarradora, y sobretodo fríamente, el maravilloso instrumento se
entumece desde dentro hacia fuera.
Sus cuerdas palpitan
nerviosas ante el silencio, se vuelven los tejidos de un corazón angustiado que
sólo tiene ojos para el reloj y boca para el suspiro. Aquellos finos hilos,
apartados ahora de su única razón de ser, ansían tanto vibrar llenos de
éxtasis, que tiemblan de pavor ante la ausencia de un amigo fiel. Emiten un
falso quejido, casi inaudible. Y se tensan. Y se aflojan. Y buscan un
cosquilleo artificial que les recuerde su verdadero ritmo, su verdadero pulso.
Al no encontrar una melodía a la que apegarse ni un cataclismo final sobre
cuyos escombros dormirse, terminan por acobardarse, y romperse, pues prefieren
no oír nada más, que volver a oír la nada.
La tapa del maravilloso
piano, se encuentra tumbado desde hace tiempo sobre las cuerdas, pues no había
ya razón alguna para erguirse. Cuando ésta oye las cuerdas agonizar, comienza a
construir surcos en su interior, para dejar paso al aire que tanto cree que las
cuerdas necesitan. Esto, evidentemente, resulta ser en vano. Atormentada por la
visión de las cuerdas en sus últimos momentos, la tapa comienza a susurrar un
suave lamento en forma de crujidos, intentando llamar así a su ahora falso
dueño. Nada funciona. El piano comienza a asemejarse a un cristal mal pulido, a
un material sin forma ni vida, a una fragilidad inmóvil que carece de razón.
Todo ocurre de dentro hacia fuera, y todo sucede sin descanso.
Las teclas son,
verdaderamente, las que más sufren, más incluso que las cuerdas. Para ellas, el
artista era su profesor, aquél que las había enseñado a danzar, quien las había
domado y demostrado su potencial. También había llegado a ser un amigo, un
confidente, un amante. No había secretos entre ambos. Desde el suave deslizar
de sus dedos, colmados de emoción contenida, hasta los golpes de sus puños, no
violentos, sino frustrados, todo aquello que sólo ambos compartían, era un
recuerdo doloroso y que comenzaba a marchitarse. Las teclas lloraban en
silencio, añorando las manos que las desgastaban y que las daban vida. Su danza
era ahora un movimiento estático que parece no tener fin, y que sin embargo
avanza de forma más y más caótica en su quietud. Notando los lamentos de la
tapa, y el tenebroso silencio de las cuerdas, las teclas se juntan, dándose
cobijo las unas entre las otras, y buscando el calor que ahora ellas ni sienten
en sí mismas, ni podrán ahora despertar en nadie. Las teclas son ahora un ser y
no ser de negras y blancas, de sostenidos y bemoles, de nada.
La certeza de su abandono
es lo que más asusta al pobre piano, y su fragilidad comienza a asomar, tímida.
Se dice que las patas del
piano sólo logran oír el desastre de su soledad cuando ya es demasiado tarde.
Cuando las cuerdas no son más que restos de sí mismas, la tapa no es más que un
crujido intermitente que trata en vano de llenar el vacío, y las teclas no
tienen dónde cobijarse más que en sí mismas; en ese momento las patas
contemplan los grilletes que las aprisionan y que llevan como nombre la palabra
maldita de cualquier instrumento “olvidado”. Poco a poco, se arrodillan ante su
condena, y dejan volar las astillas que se desprenden de su rendición.
El piano cae, en el
olvido. El piano ya no es más que los restos de un alma abandonada a su suerte,
que llora en silencio todas las melodías que ya no puede cantar. De dentro a
fuera no hay en él más que escombros de un recuerdo.
El pianista, nunca
vuelve. El piano, jamás vuelve a ser.
Al menos, eso es lo que
se dice.